El grito que no tiene orejas ni relojes, de Alex Mariscal


foto de Eduard Serra
Al observar la escena de The Man who Traveled Nowhere in Time, que traduzco como «El hombre que no cambia en el tiempo», se proyecta en mi imaginario la serie de pinturas del noruego Edvard Munch, cuyo título original en noruego es Skrim, en español «El grito». En escena, la composición coreográfica de esta pieza, bajo la responsabilidad de Kyra Jean Green, se construye con una frase de pocos movimientos que se acentúan en intensidad, y, en un empecinamiento por la repetición similar a la de un organismo autista o en epilepsia, los otros bailarines reiteran en canon estridente o mecánico el fraseo. A ratos se perciben como un grupo de robots que intentan gritar con toda su energía y con gran desesperación a ese otro que permanece sin escuchar, sin ver, sin reaccionar, para que se mueva, despierte y escuche. Esta dinámica se mantiene y da crecimiento al espectáculo de la compañía Trip the Light Fantastic (Canadá), cuyos intérpretes logran mantener la energía en crescendo hasta niveles de paroxismo casi insoportable. Y, aunque el motivo de la coreografía partió de una ficción, según la propia coreógrafa, la pieza se comunica en un lenguaje muy actual. El grito, cuando se grita desde la impotencia, se convierte en angustia y delirio. Yo insisto en relacionarla con el grito expresionista, que percibo aunque no puedo escuchar, en los canvas de Munch. Sin embargo, cuando cruzo la calle, sin siquiera mirar, escucho ese gran grito creciendo en cada esquina.

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